En el camino del desarrollo personal, pocas prácticas son tan simples de nombrar y tan difíciles de aplicar como esta: ser y dejar ser.
Muchas veces creemos que aceptamos a los demás, pero en la práctica intentamos moldearlos a nuestra medida. Damos consejos, corregimos, criticamos o esperamos que el otro actúe de cierta forma para que nosotros podamos estar bien. Lo mismo hacemos con nosotros mismos: nos exigimos ser diferentes, más “correctos”, más “eficientes”, más “como deberíamos ser”.
El resultado es que terminamos en una lucha constante contra la realidad. Una lucha que desgasta, porque siempre hay algo que cambiar, alguien que “no es suficiente todavía”.
Aceptar no significa resignarse ni conformarse. Aceptar es abrirnos a la posibilidad de mirar a la persona —a nosotros mismos y a los demás— tal cual es, con lo luminoso y lo desafiante, y comprender que todo forma parte de un proceso.
“La lucha, el conflicto y el sufrimiento son síntomas de tu ignorancia, mientras que la aceptación, la armonía y la felicidad son indicadores de tu sabiduría.”
Cuando dejamos de intentar cambiar al otro y nos enfocamos en aceptar y amar lo que hay, ocurre algo poderoso: dejamos de vivir en conflicto y empezamos a habitar la armonía. Descubrimos que muchas de esas cosas que nos irritaban no definen a la persona, y que lo verdaderamente valioso está en los gestos, en las cualidades, en lo que sí nos conecta con ella.
Dar este paso es un acto profundo de amor. Es regalarle al otro la libertad de ser, sin pretender moldearlo. Y es también regalárnoslo a nosotros mismos.
En coaching trabajamos mucho con esta premisa: lo que más nos perturba del otro suele ser un reflejo de lo que no aceptamos en nosotros. Aprender a ser y dejar ser es, en realidad, aprender a reconciliarnos con nuestra propia humanidad.
Porque cuando soltamos la necesidad de controlar, todo encuentra su lugar. Y la vida fluye más liviana, más simple y más auténtica.